La palabra “aristocracia” proviene de la raíz griega “aristos” (ἄριστος), que se deriva del término “areté” (ἀρετή) y alude a la excelencia o a la virtud. En la práctica, los aristoi (ἄριστοι) eran aquellos que poseían cualidades excepcionales que les capacitaban para gobernar. La pregunta que hay que hacer, si queremos comprender cuál era la esencia de esa superioridad, es: ¿en qué sentido eran mejores?
Esta pregunta ha sido abordada mediante planteamientos muy diferentes. Mientras algunos apuntan a una serie de características espirituales, o cualidades éticas e intelectuales, otros mantienen una visión crítica y sospechan que el empleo de esta terminología responde a un mecanismo de manipulación utilizado por las clases dominantes para justificar su poder. Sin descartar estas interpretaciones, que desde luego pueden iluminar aspectos importantes del fenómeno, en esta ocasión vamos a ensayar una hipótesis diferente. Dicho de otro modo, vamos a examinar si podemos pensar la aristocracia como una cuestión de manipulación de la Naturaleza y no de estatus económico.
Para desarrollar nuestra argumentación, primero tenemos que remontarnos a las condiciones que precedieron a la forja de nuestra cultura tal y como la conocemos. La arqueóloga y antropóloga Marija Gimbautas ha demostrado en su libro Diosas y dioses de la Vieja Europa, basándose en el análisis de sociedades tribales contemporáneas y en restos materiales de la prehistoria, que en la “vieja Europa” (término acuñado para referirse a las sociedades sedentarias, primero de cazadores-recolectores y después agrarias, que proliferaron en el periodo prehistórico del continente europeo) la capacidad procreadora de la mujer ocupaba una posición de preferencia, en tanto que se consideraba que las mujeres eran las conductoras de las fuerzas cósmicas que producen la fertilidad. Esta creencia se corresponde, además, con la institución de sociedades matriarcales y matrilineales, es decir, comunidades en las que las mujeres tenían el poder político y religioso, y la herencia se transmitía por vía materna.
Las evidencias arqueológicas más lejanas de este orden de valores son las numerosas estatuillas dedicadas a la “Diosa Madre”, o “Gran Madre”, que tienen por lo menos veinticinco mil años de antigüedad, como la célebre Venus de Willendorf. Esta tendencia se mantuvo, e incluso se exacerbó como resultado de la emergencia de la agricultura, durante el periodo Neolítico. Podemos corroborar dicha hipótesis si nos fijamos en el yacimiento de Çatalhöyük, ubicado en la península de Anatolia, donde han aparecido figuras datadas alrededor del 6.000 a. C. representando a la Gran Madre. Del mismo modo, la religión minoica también giraba en torno a deidades femeninas, como por ejemplo la Diosa Serpiente, cuya imagen ha llegado hasta nuestros días gracias a una estatuilla del 1600 a. C. encontrada en el palacio de Cnosos. Es más, la proliferación de este tipo de dioses alrededor de todo el globo permite teorizar que se trata de un fenómeno transcultural, característico de una época en la que el ser humano era muy vulnerable frente a la Naturaleza.
Por otra parte, el periodo histórico de Europa en la que el papel de la mujer era preponderante coincide con un momento en el que la humanidad no comprendía cómo funciona la gestación. Es decir, el varón era incapaz de identificar su propia participación en el acto de procreación, por lo que atribuía el embarazo a un poder especial de las hembras para comunicarse con la Naturaleza y asumir en sí mismas la potencia reproductiva. En su libro The family among the Australian aborigines: a sociological study, Bronisław Malinowski explica que las tribus que mantuvieron la forma de vida de las sociedades prehistóricas todavía ignoran que la procreación tiene una conexión de causa-efecto con el encuentro sexual. Con todo, el contexto matriarcal que floreció en Europa entre el 7.000 y el 3.500 a.C. se caracterizaba, según Gimbautas, por una existencia pacífica, cooperativa e igualitaria.
Este orden social, sin embargo, no pudo contener el empuje de las migraciones indoeuropeas, también denominadas indo-arias, que se expandieron en todas las direcciones durante un periodo de tiempo que puede abarcar de mil a tres mil años, y que cambió completamente no solo la fisonomía de Europa, sino del resto del orbe. Estas poblaciones emergen en la Historia como jinetes y pastores nómadas que constituyen grupos estratificados, heteropatriarcales y belicistas. Gimbautas explica cómo estos invasores, los guerreros que montaban a caballo y provenían del sur de la actual Rusia, según la hipótesis de los Kurganes que defiende, dominaron las sociedades agrícolas a partir de tres olas migratorias que se sucedieron entre el 4.000 y el 1.000 a. C. Para algunas intelectuales adscritas al feminismo, como por ejemplo la autora de El caliz y la espada, Riane Eisler, la emergencia de la cultura indoeuropea y patriarcal supuso la propagación de la guerra, la desigualdad, la alienación y la destrucción del equilibrio de los ecosistemas, y representa un cataclismo del que debemos lamentarnos. Por ahora no vamos a detenernos a discutir estas apreciaciones, sino que proseguimos con nuestra exposición y reanudaremos la polémica al llegar a las conclusiones.
Para que la expansión fuera posible, los indoeuropeos se valieron de avances técnicos singulares (instrumentos como las bridas o la rueda) y, principalmente, de la domesticación del caballo. En virtud del intenso flujo migratorio, se filtró gradualmente en la cultura europea, sobre un substrato de espiritualidad telúrica, la religiosidad de los pueblos que ahora gobernaban las poblaciones indígenas de las tierras europeas. Consecuentemente, las deidades asociadas a la Naturaleza quedaron relegadas a un segundo plano, como ocurre en Grecia con las deidades ctónicas, o con los Vanir de la mitología nórdica. El culto indoeuropeo, que giraba en torno a Deus Pater, tenía un carácter celeste (un “espíritu uranio”, siguiendo la terminología de Julius Evola) y ya no estaba vinculado a la fertilidad, sino a los valores culturales de una pujante aristocracia guerrera. Así mismo, el orden familiar también se vio alterado, estableciendo un sistema patrilineal y patrifocal derivado de las observaciones sobre parentesco llevadas a cabo por los pastores indoeuropeos, que desmentían el prejuicio matriarcal fundacional, según el cual el varón no interviene en el proceso reproductivo.
Resulta significativo señalar que el fenómeno descrito no solo se aplica a la expansión indoeuropea. Por el contrario, dinámicas similares se reproducen en todos los continentes a lo largo de la Historia. Observemos el caso, por ejemplo, de la relación entre los pueblos de los tutsi y los hutus. Pese a que la población nativa de la actual Ruanda eran los hutus, los tutsis se erigieron como una élite aristocrática que administró parasitariamente ese vasto territorio hasta el siglo XX, pese a representar solo el diecisiete por ciento de la población. El ejemplo de estas dos tribus ha sido analizado por Pierre Van Den Berghe en Race and racism: a comparative perspective (1967, 12), lo que le ha llevado a sostener que los tutsi han desarrollado por sí mismos toda una forma de pensamiento racista que reivindica sus rasgos físicos (nariz aguileña, altura, complexión delgada, etc.), a la par que desprecia y define como inferiores los rasgos de aquellos a quienes someten.
Casos similares se reproducen, por ejemplo, en China, que no ha sido conquistada solamente por los mongoles, sino después también por los manchúes. Ambos grupos étnicos tienen algo en común: su origen como pastores en las montañas del norte. Además, los manchúes, como los tutsis, impusieron un sistema basado en la discriminación racial para preservar su cultura y rasgos genéticos, es decir, para no terminar asimilados por la enorme población de súbditos nativos, tal y como sí les ocurrió a los mongoles. Como ya intuyó el historiador árabe Ibn Jaldún en el siglo XIV, podemos identificar una constante en la Historia de la humanidad: los pueblos nómadas conquistan a los sedentarios e imponen su ley.
Podemos atribuir el éxito de estos pueblos, siguiendo las teorías que enuncia Costin Alamariu en Selective Breeding and the Birth of Philosophy, a tres factores principales: la dieta, la cultura y el entorno. En primer lugar, la dieta que siguen los pastores-nómadas está basada, principalmente, en el consumo de productos lácteos, carne y frutas, que pueden obtenerse de los árboles esparcidos por la geografía que transitan. La ingesta de altas dosis de proteína, sostenida a lo largo de generaciones, produce individuos de una mayor estatura y con una constitución ósea y muscular mucho más robusta, lo cual resulta adecuado para llevar a cabo esfuerzos militares. Esta alimentación no podría diferir más respecto a la de las comunidades sedentarias, que viven atadas a la tierra que cultivan. Por tanto, la dieta de estos últimos se basaba en vegetales y legumbres, presentando un consumo muy bajo de productos cárnicos.
En segundo lugar, desde un punto de vista cultural, la conquista se corresponde mucho mejor con la cosmovisión de un pueblo de pastores, que no ve la tierra como una posesión estática, sino que está acostumbrado a ser propietarios del ganado. Además, el ganado es un bien mucho más fácil de sustraer, por lo que los pastores tienden a desarrollar una habilidad superior para ejercer la violencia. Por último, el hecho de habitar zonas montañosas también conduce a cultivar valores estrechamente vinculados con la guerra. No en vano, las zonas de montaña siempre han sido escenarios conflictivos, ya sean las Tierras Altas escocesas o en los Balcanes.
Una vez que hemos revelado los orígenes de la aristocracia, estamos preparados para entender mejor la concepción aristocrática del mundo. Para empezar, las evidencias recopiladas permiten comprender por qué los aristócratas siempre han rechazado el trabajo manual y las labores agrícolas. Por otro lado, entre la aristocracia es recurrente la construcción de residencias campestres a las que la familia puede retirarse, como si la sangre les empujara fuera de las ciudades y les pidiera que reconectaran con el espíritu salvaje de sus ancestros. La práctica de la caza y la equitación parece cumplir una función similar en la preservación del contacto con la Naturaleza.
La preocupación por el linaje también tiene explicación si nos remontamos a los orígenes pastorales de la aristocracia. Al centrar todos sus esfuerzos en la cría del ganado, los pastores han sido capaces de descubrir los rudimentos de la eugenesia, intentando que sus ejemplares sobresalgan entre los de sus competidores. Obviamente, este ejercicio justifica uno de los principios de la aristocracia: los ancestros transmiten características a sus descendientes. Los pastores y ganaderos no solo descubrieron cómo mejorar la calidad de su ganado por medio de la cría selectiva (selección de los ejemplares que reproducirán rasgos deseables en sus descendientes), sino que aplicaron este principio a sí mismos e implementaron numerosos procedimientos eugenésicos, tales como restricciones para contraer matrimonio o, a la manera de Esparta, exámenes médicos para descartar a los niños débiles o deformes, así como entrenamientos orientados a mejorar las habilidades de las nuevas generaciones.
Recapitulando, cuando los pastores que devinieron en aristócratas practicaban ciertas formas de eugenesia, no hacían sino aplicar al ámbito humano aquello que habían observado cuando criaban a sus animales. En consecuencia, el aristócrata es aquel que piensa que está destinado a gobernar a los demás, y está destinado a ello no por casualidad, sino en virtud de su naturaleza, que es superior a la de los demás, así como otras personas están destinadas a servir también debido a una inclinación natural. Sin ir más lejos, encontramos este tipo de afirmaciones en Platón y en Aristóteles, quienes reconocían la existencia de distintas naturalezas para cada ser humano, idea que el orden democrático contemporáneo juzga como irracional e inhumana.
No obstante, estas consideraciones resultarían estériles si no intentáramos destilar conclusiones que apelen directamente a las circunstancias que nos competen. Al fin y al cabo, no ignoramos que el ser humano no puede ser reducido a la especie. Como diría Martin Heidegger, el ser humano no es una sustancia fija, sino un ser-ahí (Dasein) en perpetuo devenir. Teniendo en cuenta esta visión particular, según la cual el ser humano solo puede ser comprendido en cuanto tal en el marco que le es propio, es decir, en el espacio-tiempo histórico, algunas voces apuntan a la necesidad de regresar a un paradigma similar al sedentario y matrifocal. Pero tal y como demuestran las evidencias históricas, los valores atribuidos a este tipo de sociedades, por más que sean celebrados en la actualidad, condenaron a la “vieja Europa” a ser dominada por otros grupos humanos mejor preparados para el conflicto. Además, también hay que tomar en consideración hasta qué punto el igualitarismo de dichas comunidades lesionaba las capacidad de individuación de sus miembros.
Si bien es cierto que el culto a la Diosa Madre de la prehistoria se corresponde con la proliferación de poblaciones regidas en torno a principios matriarcales, no por ello debemos suponer que dichas sociedades inspiraron conceptos como el de libertad. Las filósofas eco-feministas que ignoran este hecho y anhelan el retorno a la Naturaleza, suponiendo que esta restitución significaría la abolición de toda explotación y sufrimiento, no hacen sino reproducir la creencia en la necesidad de salir de la Historia, que tiene tanto una versión escatológico-religiosa como una utópico-materialista. Pero lo cierto es que, lejos de representar una alternativa emancipadora, las sociedades matrifocales estaban marcadas por dos ingredientes que se intentan disimular: la escasez y la indefensión ante los caprichosos fenómenos naturales.
Por otro lado, debido a los procesos naturales que debe seguir una economía agrícola, la vida de esos seres humanos era monótona y, a la larga, incompatible con los instintos de los varones jóvenes. En consecuencia, las sociedades sedentarias de la prehistoria inhibían a los jóvenes de sexo masculino por medio de convenciones sociales que garantizaban una vida más segura. Como señala James George Frazer en La rama dorada, el hombre primitivo ignora la diferencia entre convención y Naturaleza, dado que la ley no escrita le resulta tan natural como los ciclos de la tierra y el sol. En definitiva, el habitante de las poblaciones sedentarias prehistóricas no era un sujeto libre, como imaginan los herederos de Rousseau, sino el hombre más esclavizado que jamás ha existido.
Los jóvenes varones indoeuropeos, por el contrario, hicieron de la vitalidad su mayor virtud y conformaron la aristocracia que fundó las ciudades-estado de la Edad del Hierro. La constatación del poder reproductivo femenino, al que los hombres primitivos atribuían un origen mágico, condujo a que los varones reafirmaran su capacidad creativa, más allá del cuerpo, por medio de la téchne (“producción o fabricación material”). Gracias a los utensilios producidos artificialmente, los seres humanos incrementaron su agencia sobre la realidad, atenuando la vulnerabilidad ante la Naturaleza. Obviamente, la fabricación de herramientas, que implica la capacidad y el deseo de transgredir los límites de la especie y fundar una segunda naturaleza (la cultura), constituía la esencia del género Homo prácticamente desde sus orígenes. Sin embargo, es en Europa, en aquello que Oswald Spengler denomina el espíritu fáustico occidental, donde: “la lucha entre la naturaleza y el hombre, que con su existencia histórica se revuelve contra la naturaleza, ha sido llevada prácticamente a su término” (Spengler 1947, 56).
La expresión artística que mejor representa este cambio de tendencia lo encontramos en las estatuas griegas conocidas como Kuroi (κοῦροι), que inmortalizan a jóvenes atletas victoriosos. A juzgar por la transición estética citada, esta nueva sociedad ya no veneraba a la Gran Madre, sino los valores vinculados a la juventud y a la belleza. La ciudad europea que se crea a partir de este brumoso periodo prehistórico se define por intentar conservar, en un ambiente urbano, la libertad de los pueblos nómadas y de la juventud barbárica, exaltando las tendencias de una forma de vida que repercute positivamente en las manifestaciones culturales desarrolladas en el contexto privilegiado de la pólis. La clave de la civilización europea es no haber intentado suprimir las ambiciones de la juventud, por más que puedan resultar desestabilizadoras, sino haberlas enaltecido y perfeccionado por medio del gymnasium, la palestra y las demás expresiones del ἀγών (la palabra “agón” hace referencia a la competición, sea esta deportiva, artística, bélica o dialéctica).
Con todo, el conocimiento de este proceso de selección y cría que practican las élites de las sociedades “civilizadas” desde la Edad Antigua también arroja consecuencias que deberían hacernos reflexionar. Después de haber domesticado el mundo viviente, los aristócratas se responsabilizaron de su propia autodomesticación, y esta soberanía sobre sí mismos les permitió consolidarse como élite y domesticar a las masas. Es decir, la articulación de sociedades jerárquicas depende de la relación que se establece entre los domesticadores y lo domesticado, sea esto último naturalezas inertes, como la materia-energía, o naturalezas vivientes, como los animales u otros seres humanos. A la luz de los sucesos acaecidos durante los últimos años, prevemos que la sofisticación de las técnicas de domesticación augura un futuro a corto-medio plazo en el que estas diferencias entre domesticadores y domesticados no harán sino intensificarse.
Marcos G.
Referencias
Alamariu, C. (2023). Selective Breeding and the Birth of Philosophy. Autoedición.
Dawson, C. (1928). The Age of the Gods. A Study in the Origins of Culture in Pre-historic Europe and the Ancient East. Houghton Mifflin Company.
Eisler, R. (2021). El cáliz y la espada: De las diosas a los dioses: culturas pre-patriarcales (N. González Barrancos, Trans.). Capitán Swing Libros.
Frazer, J. G. (1951). La rama dorada. F. C. E.
Gimbautas, M. (2022). Diosas y dioses de la Vieja Europa. Ediciones Siruela.
Ibn Jaldún, A. a.-R. (2008). Introducción a la historia universal (Al-Muqaddima). Editorial Almuzara.
Malinowski, B. (1913). The family among the Australian aborigines: a sociological study. University of London Press.
Paglia, C. (1990). Sexual Personae. Art and Decadence from Nefertiti to Emily Dickinson. Vintage Books.
Spengler, O. (1947). El hombre y la técnica y otros ensayos. Espasa-Calpe.
Van Den Berghe, P. (1967). Race and racism: a comparative perspective. John Wiley & Sons.