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La Semana Santa en España: o cuando el paganismo y el cristianismo se entrelazan

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«Cuando cada año la Virgen de la Macarena se adentra en la calle Feria (la arteria principal de su barrio), deja de ser una Virgen para convertirse en una diosa», me decía, hace ya algunos años, un amigo que me inició en los arcanos de la Semana Santa de Sevilla.

 

¡Qué bien lo dijo! ¡Qué cierto era! De eso se trata: del milagro que se cumple cada año, al inicio de la primavera, en las calles de tantas ciudades y pueblos de Andalucía y de casi toda España: el milagro por el cual, bajo las formas y los auspicios del cristianismo –en su versión católica: algo impensable en el protestantismo–, lo que resurge, lo que renace, vivo desde hace tantos siglos, desde tantas persecuciones, no es otra cosa que el viejo sedimento de lo que llamaban “idolatría pagana”. “Idolatría”, decían, y tal vez lo era… pero es esa misma idolatría la que merece ser rescatada

Sin duda, de una idolatría se trata. Sin los “ídolos”, sin las imágenes, sin el arte, sin las flores, sin la música, sin las trompetas y tambores, sin sus marchas, sin los cirios y sus candelabros labrados en plata, sin el incienso que perfuma el aire con azahar, sin los dorados y bordados de los mantos que cubren a las Vírgenes convertidas en diosas, sin las saetas que estallan desgarradoras en la calle, sin los piropos que la gente dirige a las Vírgenes que aman, que idolatran con una devoción que les nace del corazón – “¡Guapa! ¡Guapa! ¡Pero qué guapa eres!”, gritan a las Vírgenes como si se tratara de una mujer hermosa contoneándose por la calle (¡qué falta de respeto, verdad, Monseñor?) –; sin el sentimiento de pueblo que lo llena todo, sin la presencia de un pueblo que, por una vez, por una condenada vez al año, se siente a sí mismo pueblo, deja de ser una masa amorfa y se convierte al fin en comunidad: un pueblo reunido en algo grande que los une a todos, allí, en la plaza pública; en una palabra, sin todo el ritual, sagrado y profano que lo envuelve y le da sentido, todo eso no sería nada, ni siquiera existiría. Lo que conmueve, lo que sacude durante una semana el alma y el corazón de millones –he dicho millones– de andaluces y españoles, son las imágenes que adoran, los símbolos que los hacen vibrar.

Imágenes, símbolos vivos: el amor de una madre, el desgarramiento de su corazón, la traición de un Judas, el sufrimiento de un Crucificado… Imágenes: no ideas, y mucho menos dogmas, pecados o culpas. “¡Ay, Dios mío, qué manera de entrar este año, tan bella como siempre, pero tan agotada y cansada, la Virgen! ¡Se le ve en la cara a la Macarena todo el cansancio de tan largo caminar!” Así se exclamaban unas señoras sevillanas –las oí yo mismo– un Viernes Santo al mediodía, mientras, al son del Himno Nacional, María Santísima de la Esperanza Macarena Coronada (ése es su título completo) regresaba lentamente a su templo después de haber recorrido, ella y su cortejo, toda la noche y toda la mañana las calles de la ciudad.

¡Qué hermosa era la metáfora que usaron esas señoras! Una metáfora, en efecto, una imagen poética: la expresión del aliento, tan misterioso como maravilloso, que sostiene al mundo: de eso se trata, eso es lo que palpita en el fondo de la religiosidad popular que envuelve a esos millones de fieles que…

¿Fieles? No, precisamente no. Lo que envuelve a la mayoría de ellos es un sentimiento, un asombro: no la fe en un Dios sobrenatural, ajeno a este mundo que habría creado y al que gobernaría. No es la fe en los dogmas proclamados por la Iglesia la que guía a la mayoría de quienes, tras participar en estos rituales, no volverán el resto del año a pisar una iglesia ni a recibir los sacramentos. Son en su mayoría tan poco –o tan vagamente– creyentes como el resto de nuestras sociedades. Cuando las celebraciones de la Semana Santa terminen, cuando la monotonía de la vida vuelva a nublar las calles que durante unos días fueron teatro y ágora, todos esos millones de personas que vibraron de emoción, también ellos regresarán a la normalidad gris que no conoce ni dioses, ni poesía, ni asombro.

Una normalidad que, sin embargo, tampoco habrá estado del todo ausente en los días de fiesta. ¡Ah, esos condenados flashes emitidos por miles de móviles que, desde hace unos años, se encienden al paso de los pasos! ¡Ah, ese lado populachero, vulgar, imposible de erradicar, al parecer, en cuanto el pueblo –“la plebe”, dirían algunos– se lanza a la calle, cuando se empuja en la muchedumbre, se agolpa en la masa que crece, inmensa, como una compacta marea, llena del sordo zumbido de voces que no cesarán hasta el paso de los Cristos que, majestuosos y solemnes, avanzan en las procesiones llamadas “del silencio”.

¿Y qué?… ¿Acaso conocen algo que sea perfecto, puro, inmaculado, absoluto? Por suerte, no. Siempre hay un precio –grande o pequeño– que pagar en el altar del ser y del mundo (y quien no quiera pagarlo, que cierre la tienda y se retire del mundo y de su estruendo).

En realidad, es bien pequeño el precio –unos flashes, algunos empujones– que hay que pagar aquí para que el aliento de lo sagrado se cuele entre una modernidad que lo rechaza. Ese aliento –al que por darle un nombre lo llamé “pagano”– también se desvanecerá cuando, acabada la Semana Santa, la vida vuelva a su banalidad cotidiana, cuando se apague el asombro que no habrá sido más que una especie de paréntesis, como una rendija por la cual se habrá colado durante siete días el soplo de lo sagrado.

Pero el soplo habrá pasado, habrá estado presente, habrá demostrado que la cosa es posible, realizable. La vacuidad insípida del mundo puede desaparecer. En su lugar, el sentido y la grandeza, la belleza y la devoción pueden reinar. La gente que, apagada y gris, se arrastra por una vida monótona, puede también vivir intensamente, asombrarse profundamente. Aunque solo sea durante los días que van del Domingo de Ramos al Domingo de Pascua, cada año.


Algunas informaciones complementarias

Es imposible contar todas las procesiones de Semana Santa que tienen lugar en España. Solo en Sevilla hay 60 cofradías que recorren la ciudad durante la Semana, rezando –lo cual es un aspecto decisivo– para que el tiempo acompañe. Estamos en primavera, y aunque sea el soleado sur, el tiempo puede volverse caprichoso y la lluvia hacer acto de presencia. Si cae una sola gota, hay que suspender todo: las imágenes de madera –auténticas obras maestras del siglo XVII en los casos más importantes– no pueden correr ningún riesgo.

Por supuesto, existen diferencias en la manera de celebrar los ritos de Semana Santa según la región, pero estas diferencias son sobre todo de tonalidad (más alegre en Andalucía, más austera en Castilla), mientras que las líneas generales son prácticamente las mismas en todo el país.

Cada procesión, que parte de una iglesia o capilla y vuelve allí tras recorrer durante horas las calles de la ciudad, es organizada por una cofradía, cuyas actividades –que incluyen ayudas sociales y caritativas– se desarrollan durante todo el año.

 

Javier Ruiz Portella

Texto original: Institut Iliade