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En los orígenes de la civilización megalítica europea

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Mucho antes de que Europa fuera moldeada por el Imperio romano o por los reinos medievales, el continente ya había conocido una expresión cultural imponente y profundamente arraigada: la civilización megalítica. 


Desde las costas atlánticas de Bretaña hasta los valles alpinos, desde el norte de Escocia hasta el Mediterráneo, menhires, dólmenes, tumbas colectivas y alineamientos pétreos atestiguan la existencia de sociedades con pensamiento simbólico, dominio técnico y organización comunitaria. Sin embargo, durante siglos, esta cultura permaneció relegada por prejuicios, mitos románticos e interpretaciones fantasiosas. Hoy, gracias a la arqueología, es posible devolverle el lugar que le corresponde en la historia profunda de Europa.

Mucho antes de que Europa adquiriera la forma que le darían Roma o la Edad Media, el continente conoció el florecimiento de una cultura monumental: la civilización megalítica. Aún hoy, vestigios de aquella época lejana se alzan en forma de dólmenes, menhires, tumbas de cámara y alineamientos pétreos, diseminados desde la península ibérica hasta Escandinavia.

Pero ¿quiénes fueron realmente los artífices de estas imponentes arquitecturas prehistóricas? La ausencia de fuentes escritas dio pie a las más variadas interpretaciones. Algunas, cautivadas por el exotismo o el sensacionalismo, buscaron su origen fuera de Europa, invocando influencias del Próximo Oriente, del norte de África o, incluso, teorías que aludían a la intervención de seres extraterrestres.

Las pruebas arqueológicas, no obstante, son concluyentes: el megalitismo fue una manifestación profundamente europea, nacida y desarrollada en el corazón del continente, capaz de hazañas arquitectónicas y simbólicas extraordinarias mucho antes de la llegada de las grandes civilizaciones históricas.

En palabras de Colin Renfrew (1972): “Para Europa, se trató de un fenómeno autóctono, de una originalidad y creatividad propias, independiente de influencias medio-orientales”, aunque es cierto que el megalitismo europeo presenta similitudes con el de otras partes del mundo.

Reconocer el megalitismo como un fenómeno autónomo y arraigado en Europa supone cuestionar una visión todavía extendida: la de una prehistoria europea atrasada, incapaz de desarrollarse por sí misma y siempre a la espera de impulsos externos para evolucionar. Esta perspectiva tiende a subestimar las capacidades creativas y organizativas de las antiguas poblaciones europeas, reduciéndolas a meros figurantes en el gran teatro de las civilizaciones, eternamente deudoras de Oriente Próximo o del norte de África.

Conviene, en este sentido, detallar el proceso que llevó a datar la arquitectura megalítica:
En 1967, el químico estadounidense H. E. Suess elaboró, mediante dendrocronología, una curva de calibración de las dataciones por radiocarbono para el período comprendido entre el 4100 y el 1500 a. C. A partir de estos datos, Colin Renfrew demostró que varios monumentos megalíticos europeos, frecuentemente atribuidos a contactos con culturas más avanzadas del Próximo Oriente, eran, en realidad, mucho más antiguos. Esto obligó a reconsiderar la idea de que su construcción dependía de influencias foráneas, mostrando que las comunidades prehistóricas europeas habían desarrollado un camino cultural autónomo. De hecho, el fenómeno megalítico europeo resultó ser anterior a la edificación de las grandes pirámides egipcias de la IV dinastía.

Esto no implica negar la existencia de monumentos similares en otros lugares del mundo, sino reconocer que en Europa este proceso siguió un desarrollo independiente, fruto de una compleja estratificación cultural que se prolongó durante milenios. Desde su erección en la prehistoria, pasando por las reinterpretaciones simbólicas de la Antigüedad y la Edad Media, cuando se atribuían a gigantes o a cuentos de hadas,  hasta su redescubrimiento en la modernidad gracias a la arqueología y la historiografía contemporánea.

Estudiar y poner en valor este legado es una auténtica aventura:

Fascinante, y a veces culturalmente peligrosa, pero al mismo tiempo positiva, en tanto que permite recuperar una plenitud de sentido probablemente perdida. Fascinante porque satisface el deseo, siempre vivo, de buscar huellas del tiempo antiguo y dejarse llevar por el misterio que emanan estos monumentos. Peligrosa, porque esta fascinación puede conducirnos, casi sin darnos cuenta, a olvidar su verdadera esencia y a dejarnos arrastrar por superposiciones interpretativas” [3].

La historia del megalitismo no es lineal. Desde su origen en el Neolítico (aprox. 8000–3500 a. C.) y su prolongación en ciertas zonas hasta la Edad del Bronce, atravesó sucesivas reinterpretaciones. En la Antigüedad y la Edad Media, se atribuyó su autoría a gigantes o a seres sobrenaturales; durante los siglos pioneros de la arqueología, surgió la interpretación ya superada conocida como “celtomanía”, que vinculaba los megalitos a druidas y ritos célticos mucho más recientes.

A pesar de los avances científicos, este imaginario romántico persiste en algunos ámbitos. Sin embargo, la evidencia arqueológica es clara: el megalitismo tiene raíces más antiguas y profundas, inscritas en la dinámica cultural de las primeras sociedades agrícolas y ganaderas de Europa.

El fenómeno se manifiesta con gran diversidad cronológica y geográfica:

  • En Bretaña se hallan algunas de las estructuras más antiguas, datadas hacia el 4794 a. C.

  • En otras zonas de Francia, se prolonga hasta el 3000 a. C.

  • En Escandinavia y Europa central, las grandes construcciones pétreas aparecen entre el 3600 y el 3000 a. C.

  • En Escocia, España y Portugal los vestigios rondan el 4300 a. C.

  • En Apulia y en Malta, son más recientes, mientras que en Cerdeña se documentan todas las fases evolutivas.

  • Incluso en los Alpes, hay estructuras fechadas entre el 4500 y el 500 a. C., prueba de una vitalidad duradera.

Hoy, estas piedras silenciosas siguen vigilando páramos, promontorios e islas de Europa, como testigos mudos de una civilización que dejó huella sin necesidad de palabras. Caminar entre estos colosos es rozar un tiempo arcaico en el que cielo y tierra dialogaban mediante el orden de las piedras.

Redescubrir el megalitismo no es solo un acto de conocimiento histórico, sino también una invitación a reconsiderar las raíces más profundas de nuestro continente, reconociendo que la memoria más antigua no siempre está escrita en los libros, sino grabada en la materia misma del paisaje.

Tal como sucede con la herencia espiritual o moral, la herencia material que nos legaron exige cuidado, respeto y transmisión. Estas piedras, alzadas contra milenios de viento y silencio, nos hablan de una Europa que no nació de la nada ni fue siempre deudora de influencias externas, sino que supo forjarse a sí misma desde sus raíces, con la voluntad y el ingenio de sus primeros constructores.

Cuidarlas no es sólo preservar un vestigio del pasado, sino mantener vivo un hilo que nos une con los orígenes mismos de nuestra civilización. Porque mientras estas piedras sigan en pie, también seguirá la memoria de quienes fuimos y el sueño de lo que aún podemos ser.

Andrea Anselmo
Artículo original: Istituto Eneide
Traducción al español: Instituto Carlos V

Notas
[1] Paolo Malagrinò. Monumenti Megalitici in Puglia, Schena Editore, Fasano di Brindisi, 1997, p. 37.
[2] A. Gaspani, Le pietre degli Dei. Astronomia e antica architettura megalitica europea, fonte di Conla, Lodi, 2014, p. 201.
[3] Paolo Malagrinò. Monumenti Megalitici in Puglia, Schena Editore, Fasano di Brindisi, 1997, p. 13.