Europa – Occidente: Un recordatorio necesario sobre el sentido y la prioridad de la lucha por el renacimiento de la civilización europea.
Mucho más que un estandarte que los defensores de la identidad de los pueblos europeos deberían estar dispuestos a blandir, la denominación «Occidente», reivindicada hoy por los partidarios de la ideología liberal, aparece en su acepción actual como la emanación de un virus de origen europeo, que Europa debe curar para recuperar su «Gran Salud» y un destino acorde a su vocación.
En 1922, Oswald Spengler publicó el segundo volumen de su célebre «La Decadencia de Occidente”, una obra que tuvo el impacto filosófico y político que todos conocemos. Un siglo más tarde, en 2022, Michel Onfray tituló un número especial de su revista Front Populaire “¿El fin de Occidente?”, añadiendo los signos de interrogación al título. Aunque Occidente ocupa un lugar central en los títulos de estas dos publicaciones, pese a sus cien años de diferencia, no se describe con precisión en ninguna de las dos obras, salvo de forma implícita, como una Europa radiante que pierde poco a poco su aura. Por tanto, un siglo de historia globalizada no bastó para establecer una definición clara del concepto de Occidente. Entretanto, la desestructuración libertaria también se ha abierto paso en el mundo de las ideas, reintroduciendo la noción de la raza como prisma de lectura esencial en los debates y conflictos actuales, primero en la izquierda con las tesis de la corriente woke, luego en la derecha, en reacción a la ofensiva desatada contra lo que los partidarios de la deconstrucción y el arrepentimiento denominan “privilegio blanco”. Es en este nuevo entramado en el que se centra este texto, que pretende actualizar y reafirmar la posición del Instituto Iliade sobre esta cuestión fundamental. Si, para algunos, las nociones de Europa y Occidente parecen superponerse a través de la existencia de un “mundo blanco”, confundir estos dos conceptos a partir de un criterio tan simplista es un doble error, tanto histórico como ideológico. Mucho más que un estandarte que los defensores de la identidad de los pueblos europeos deberían estar dispuestos a blandir, la denominación de “Occidente”, reivindicada ahora por los partidarios de la ideología liberal, aparece en su acepción actual como la emanación de un virus de origen europeo, que Europa debe curar para recuperar su “Gran Salud”.
A pesar de los esfuerzos realizados desde la segunda mitad del siglo XX por las “élites” políticas y económicas para extender las directrices del “mercado común” europeo a la creación de una entidad política supranacional, es raro que Europa, que constituye la base teórica de este mercado, sea percibida como una realidad tangible y coherente, tanto por todos los que pretenden formar parte de ella como por todas las naciones que la componen[1]. ¿Qué es esta Europa de la que todos hablan pero de la que nada dicen? Algunos la ven como un núcleo franco-alemán muy amplio, cuyas fronteras se pierden a medida que se acerca a África o Asia, incluyendo potencialmente a Turquía e Israel. Otros la visualizan más claramente en un mapa como una zona que se extiende desde Reikiavik hasta los montes Urales, y quizá hasta Vladivostok, en la orilla asiática del mar de Japón. Aunque la línea de los Urales es un límite geográfico convencional que ha sido objeto de cierto consenso desde los tiempos de Pedro el Grande, hoy en día parece difícil considerar a Rusia, cuyo territorio se extiende desde el siglo XIX por una parte considerable de Asia Central, como una nación “europea”: se trata de un imperio cuyo centro de gravedad político e histórico se encuentra ciertamente al oeste de los Urales, pero que abarca una diversidad étnica y una inmensidad geográfica que lo distinguen de Europa stricto sensu. Sin embargo, no entraremos en detalle sobre el análisis de los límites geográficos de Europa, y nos remitiremos al resumen presentado en un reciente libro de Olivier Eichenlaub, titulado La Potencia Europea . Lo cierto es que, si nos atenemos a las conclusiones del autor, Europa, cuyo territorio se extiende al norte del Mediterráneo y al oeste del continente euroasiático, frente al Atlántico, presenta características históricas, políticas y culturales específicas, íntimamente ligadas a la configuración de este espacio geográfico excepcional, a la vez continental y abierto al mundo a través de sus diversas fachadas marítimas. Pero, ¿Es posible llegar a una definición consensuada de Europa como espacio de civilización? Es un ejercicio peliagudo, por la sencilla razón de que sus conclusiones dependen sobre todo de los criterios utilizados para elaborar la definición, y estos criterios a veces no son ni compatibles ni comparables entre sí.
Por ejemplo, ¿Hay que privilegiar el criterio religioso? ¿Cómo conciliar, en este caso, los contrastes creados por la superposición del arraigado patrimonio de las distintas religiones antiguas, conformado por la aportación indoeuropea combinada con sustratos aún más antiguos, con los frutos del injerto cristiano, que desempeñó un papel parcialmente unificador en todo el continente, a pesar de las rivalidades y conflictos provocados por la escisión entre el cristianismo romano y el ortodoxo, y luego por la aparición de las distintas confesiones protestantes?
Dadas estas dificultades, ¿No sería más apropiado utilizar las alianzas territoriales forjadas a lo largo de su historia como criterio principal para una definición política de Europa? Pero ¿No estaríamos olvidando que, a lo largo de los siglos, Europa ha sido un vasto campo de batalla y un mosaico de potencias cuyas fronteras se han visto constantemente sacudidas por conflictos recurrentes y oposiciones consustanciales a la identidad de los pueblos europeos?
¿No deberíamos, por tanto, conceder más importancia a las declaraciones de intenciones y a los tratados recientes que permiten a los dirigentes contemporáneos demostrar su determinación de construir una potencia europea en potencia? ¿Es esto realmente creíble en las circunstancias actuales, cuando naciones importantes como el Reino Unido, que recientemente abandonó la Unión Europea, y Polonia, por ejemplo, negocian alianzas estratégicas directamente con sus socios del otro lado del Atlántico, con el objetivo de garantizar su seguridad independientemente de Europa?
De todas las cuestiones planteadas aquí se desprende fácilmente que Europa es más a menudo una cuestión de ambigüedad y de sentimientos particulares que una demostración basada en realidades comúnmente aceptadas e inmutables en el espacio y en el tiempo.
En última instancia, el criterio más fiable es que la mayoría de los pueblos europeos pertenecen a la misma familia etnolingüística: con excepción del vasco, el húngaro, el finlandés y el estonio, todas las lenguas europeas derivan de la misma lengua materna, el indoeuropeo, cuya existencia ha sido demostrada sin lugar a dudas por los lingüistas desde hace más de dos siglos. Además de la lengua, que es un factor decisivo en la construcción de una visión del mundo, una mentalidad y un ethos específicos, los pueblos europeos son, en diversos grados, herederos biológicos de los hablantes del indoeuropeo, como atestiguan ahora claramente los datos paleogenéticos. Esto permite identificar tres cepas ancestrales principales, que se mezclaron en proporciones variables de una región a otra de Europa: la de los distintos grupos de “cazadores-recolectores” que se asentaron en nuestro continente a partir del Paleolítico Superior (hace unos 45.000 años), cuyo ADN revela una contribución neandertal ausente del patrimonio genético de las poblaciones africanas; la de las poblaciones de Anatolia que, a partir del séptimo milenio a.C., difundieron la práctica de la agricultura hacia el norte y el oeste, participando así en la “revolución neolítica”; Por último, las oleadas de conquistadores procedentes de las estepas al norte del Mar Negro, el Cáucaso y el Caspio, que impusieron los idiomas de origen indoeuropeo en gran parte del continente euroasiático y, en particular, en casi toda Europa[2].
Ninguna nueva aportación ha venido a modificar hasta hoy, en una escala tan amplia, el patrimonio genético y la identidad lingüística de los pueblos europeos. Los principales grupos etnoculturales de la antigua Europa provienen en su mayoría de este crisol común: ya sea Grecia y la Roma antiguas (al menos en sus componentes situados en las riberas septentrionales del Mediterráneo), o también los germanos, celtas, ilirios, escitas, bálticos o eslavos, todos ellos, en diversos grados, son portadores del legado indoeuropeo, combinado con sustratos más antiguos. Cabe precisar que los pocos pueblos europeos modernos cuyas lenguas no pertenecen a la familia indoeuropea se han integrado desde hace siglos en el marco civilizacional de la Europa cristiana, heredera del mundo imperial romano. El espacio geográfico de Europa coincide, por tanto, de manera evidente con la existencia de un conjunto de pueblos estrechamente relacionados por origen, cultura y costumbres.
Sin embargo, dado que la existencia de los indoeuropeos no se conoció ampliamente hasta mediados del siglo XIX, los europeos tomaron conciencia de su pertenencia a una misma civilización sobre otras bases. Este fenómeno surgió durante la Edad Media, a raíz de la restauración imperial carolingia, que transfirió el legado de la romanidad, centrado originalmente en el Mediterráneo, al corazón del continente europeo. Este acto fundacional, seguido por la conversión al cristianismo de pueblos que hasta entonces habían permanecido en los márgenes del imperium romanum, permitió extender progresivamente al conjunto de Europa septentrional, central y oriental el doble legado de los genios griego y romano. Una larga serie de confrontaciones o intercambios con Oriente, así como el descubrimiento de otras civilizaciones durante los grandes movimientos de exploración y colonización iniciados en el siglo XVI, reforzaron posteriormente en los europeos el sentimiento de pertenencia a un conjunto civilizacional común.
Teniendo en cuenta la importancia de este legado, la definición de Europa propuesta en el manifiesto del Instituto Iliade aparece como la menos discutible, ya que se basa en criterios de orden civilizacional que integran todos los datos de la “larga memoria”: “La civilización en la que nos arraigamos y que defendemos es Europa […]. La unidad etnocultural de este espacio está perfectamente establecida. En cuanto a su población […], ha sido estable durante varios milenios […]. En cuanto a la cultura, la afinidad de casi todas las lenguas europeas, derivadas del indoeuropeo, ha sido demostrada por los eruditos desde al menos el siglo XVIII […] : existencia de representaciones, mitologías, jerarquías de valores, divinidades comunes a las diferentes áreas de poblamiento de Europa…»
Sin embargo, resulta necesario referirse además, en la estela de Max Weber, a un proceso esencial de una naturaleza muy particular para comprender la evolución y el auge de la Europa moderna, pero también la crisis en la que ha entrado nuestra civilización en la época contemporánea: se trata del “desencantamiento” del mundo, sometido al primado de la razón y del cálculo. Este fenómeno hace comprensible tanto la secularización de los contenidos religiosos, bajo la forma del Estado moderno y de las ideologías “progresistas”, como el desarrollo del capitalismo liberal, que ha reorganizado la sociedad tradicional en torno a las nociones de lucro individual y libertad de emprender. A pesar de los extremos perjudiciales a los que conducen hoy las derivas liberal-libertarias, esta entrada en la “modernidad” siguió siendo en gran parte constitutiva, hasta la primera mitad del siglo XX, de la potencia y originalidad de la Europa moderna. Habiendo llevado su genio a otros continentes, Europa vio sin embargo su civilización alejarse cada vez más de sus formas tradicionales y de sus fuentes perdurables para fundirse en un vasto conjunto transatlántico cuyo centro de gravedad se trasladó bruscamente a los Estados Unidos, tras las dos guerras mundiales que dejaron a nuestro continente desangrado. Es este conjunto transatlántico, ampliado a las naciones de origen anglosajón del hemisferio sur, el que hoy reclama para sí el nombre de Occidente.
Pero la misma pregunta, planteada a propósito de la definición de Europa, se plantea también en relación con el término “Occidente”: ¿Existe realmente una definición de Occidente que cuente con un consenso?
La noción de Occidente también cubre, desde hace mucho tiempo, una cierta realidad: la de un conjunto de países cuyas poblaciones comparten en su mayoría orígenes étnicos, estructuras políticas, costumbres, organización social y creencias religiosas similares, derivadas más o menos directamente de Europa. Esto sugiere la idea de que un occidental, un europeo y un “blanco” puedan ser una sola y misma persona, o al menos personas unidas en sus elecciones de vida y en sus relaciones con el resto del mundo por una matriz etnocultural común. Así que vamos a interesarnos por la historia de esta noción y la relación que ha mantenido con la idea de Europa.
El término Occidente es un legado de la antigüedad romana y de la división entre el Imperio de Occidente, donde se pone el sol, y el Imperio de Oriente, donde sale el sol. El término adquirió más o menos, durante la Edad Media, el significado del cristianismo latino. El Occidente latino se opone entonces al Oriente griego, es decir, al Imperio bizantino. Sin embargo, solo Carlomagno llevó el título de emperador de Occidente, mientras que sus sucesores recibieron el de emperadores romanos. La noción de Occidente encuentra todavía cierta resonancia en el contexto de las cruzadas. Pero, al salir de la Edad Media, las nociones de cristiandad y de Occidente cristiano pasaron poco a poco a segundo plano tras la idea de Europa, redescubierta por los humanistas del Renacimiento. Tras la caída de Constantinopla en 1453 y el cruce del Bósforo por los turcos, acontecimientos de los cuales la reconquista de Granada en 1492 por las tropas de los reinos de Aragón y Castilla formó el contrapunto, la conciencia civilizacional europea encontró su expresión a través de una definición principalmente continental. Por otro lado, la entrada del mundo en la era “oceánica”, muy bien descrita por Carl Schmitt, sacudió fundamentalmente la antigua polaridad entre Oriente y Occidente al colocar claramente a Europa en el centro del mundo. A partir de esa época, los europeos se pensaron como los dueños de un espacio territorial con múltiples fronteras, consignado en mapas cada vez más precisos, y como los portadores de una civilización regenerada por la reapropiación del legado antiguo.
El término Occidente continuó no obstante siendo empleado durante bastante tiempo en su sentido antiguo (Abendland en alemán), y conoció incluso un notable resurgimiento en el siglo XIX, debido al gran entusiasmo por Oriente, del cual seguía siendo inseparable. No fue sino hasta principios del siglo XX cuando su significado evolucionó gradualmente para designar cada vez más frecuentemente la “modernidad” occidental. Ya a finales de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se convirtió en la encarnación por excelencia de esta modernidad, en el momento en que se apartó por primera vez de su posición aislacionista respecto a Europa (aislacionismo al que volverá no obstante en el transcurso de los años veinte hasta 1941). Al término de la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la Guerra Fría y de una Europa dividida en dos bloques, Occidente se impuso como la denominación del llamado mundo “libre”. En inglés, es el término West, o Western World (westliche Welt en alemán), el que designa desde entonces a Occidente en sentido amplio. Por extensión, esta noción incluye al conjunto del mundo anglosajón en ambos hemisferios, y a veces parece confundirse más o menos con el grupo de países miembros de la OTAN (lo que plantea dificultades evidentes, desde el momento en que Turquía es miembro de esta organización). Algunos incluso han sugerido recientemente utilizar el nombre de Occidente para designar no sólo a Estados Unidos y Europa, sino también a la Commonwealth y ciertas antiguas zonas de influencia ultramarina: así, Bangladesh y Gabón, al igual que Líbano, que hereda en parte un legado cristiano, serían tan “occidentales” como Francia… Al adoptar esta concepción muy amplia de Occidente, parece entonces lógico incluir en este conjunto a Israel, cuya población mayoritariamente “blanca” lucha contra el terrorismo islámico. Se vuelve evidente que esta definición de Occidente se distinga cada vez más claramente de la noción de Europa.
Estas consideraciones históricas son esenciales para concebir y relativizar los problemas a largo plazo. Permiten comprender bien el deslizamiento semántico que se ha producido lentamente a lo largo del siglo XX. El concepto de Occidente ha sido, de hecho, claramente “reconstruido” al otro lado del Atlántico para las necesidades de la Guerra Fría, con el fin de comprometer a los aliados y vasallos de Estados Unidos en el apoyo incondicional a una esfera occidental “libre”, fundada en el vínculo transatlántico y la supremacía estadounidense, frente al infierno oriental “rojo” (comunista y totalitario) localizado en Eurasia, bajo dominación soviética. Desde la caída del muro de Berlín, se trata sobre todo, y probablemente incluso únicamente, de un elemento de lenguaje estadounidense, destinado a modelar las mentes en favor de una ideología que permita justificar el mantenimiento de un orden mundial unipolar, al igual que, en cierta medida, la noción de “comunidad internacional”. En este contexto, con respecto a la situación geopolítica del siglo XXI, aún más que antes del colapso del telón de acero, apoyar la adhesión de Europa a los “valores de Occidente” constituye, según nosotros, un doble error.
Este error es, en primer lugar, de naturaleza histórica y deriva de una forma de amnesia o de negación de la evolución de la situación internacional desde el inicio del siglo XIV hasta la actualidad. En segundo lugar, es de orden ideológico, ya que resulta del trabajo metódico de erosión llevado a cabo durante décadas sobre las conciencias europeas.
El error histórico de los defensores europeos de la “bandera occidental” se basa en la falacia de que Occidente podría hoy ofrecer la oportunidad de fundar un nuevo equilibrio geopolítico, apoyándose exclusivamente en la solidaridad entre poblaciones de origen europeo, cuya “dispersión” es el resultado de antiguas aventuras coloniales. Esta oportunidad brindaría perspectivas de salvación inesperadas, gracias al apoyo de una “diáspora europea” homogénea y benevolente, principalmente localizada en América del Norte, ciertos países de América del Sur y Sudáfrica. Esta diáspora “blanca” enfrentaría desafíos demográficos y amenazas civilizacionales similares a las que enfrentan hoy los europeos. Si bien es evidente que existen convergencias a ambos lados del Atlántico entre poblaciones apegadas a sus raíces europeas, y aunque es sumamente deseable que estas convergencias resulten en sinergias fructíferas para defender una identidad socavada por la ideología dominante, tanto en Estados Unidos como en Europa, es necesario recordar que la realidad de las lógicas geopolíticas propias de cada continente podría, a largo plazo, disminuir considerablemente el alcance de las solidaridades esperadas. La mayoría de las naciones “occidentales” situadas en otros continentes, si bien provienen de un movimiento de colonización que llevó a poblaciones originarias de Europa a establecerse de manera duradera allende los mares para explotar tierras hasta entonces poco desarrolladas, siguiendo un proceso comparable al que condujo en la Antigüedad a la fundación de ciudades griegas en torno al Mediterráneo o a la expansión territorial del Imperio Romano, suelen implicar, no obstante, el mantenimiento de un estrecho vínculo de subordinación con el gobierno del territorio de origen (comunidad, ciudad, Estado), en una relación de dependencia más o menos estricta. En cuanto a las colonias de la antigua Grecia, a pesar de la ausencia de un poder central real, todas ellas pertenecían a la misma Koiné griega, lo que no deja lugar a dudas sobre su mantenimiento en un conjunto civilizacional coherente. Sin embargo, las naciones anglosajonas fundadas por los colonos europeos hace mucho tiempo que se han emancipado de la tutela de su antigua metrópoli, para seguir legítimamente la satisfacción de los intereses propios de sus países.
Por otro lado, Estados Unidos nunca ha dejado de reivindicar un “destino manifiesto” que, desde sus orígenes, se arraiga en una profunda ruptura con la tradición europea, a pesar de que las élites americanas e inglesas han continuado tejiendo durante dos siglos estrechos lazos personales y familiares. Esta ruptura se origina en la ideología de los “padres peregrinos”, en el antiguo sueño mesiánico de las sectas fundamentalistas protestantes que abandonaron Europa para fundar la “ciudad en la colina”, la “nueva Jerusalén” purificada de la corrupción del “viejo mundo”, aristocrático y monárquico. A pesar de las referencias recurrentes a la Antigüedad griega o romana, que permiten reclamar, de manera más o menos legítima, la herencia de la democracia ateniense y la misión “civilizadora” del Imperio Romano, la visión americana del mundo se basa principalmente en una interpretación bíblica y vetero-testamentaria simplista, despojada de las sutilezas de la teología católica.
Aunque las naciones europeas finalmente se han acercado a Estados Unidos desde el final de la Guerra Fría, a través de una adhesión común a los valores de la democracia liberal (a pesar de las diferencias constitucionales), la asimetría de las relaciones de dependencia, e incluso de dominación, se ha realizado en favor de la antigua «colonia», en detrimento de la «Vieja Europa». Así, desde los Treinta Gloriosos, ha sido el soft power de Estados Unidos, teorizado a posteriori por Joseph Nye como una solución operativa destinada a anticipar una posible regresión de la influencia americana en el mundo, lo que se ha puesto en práctica para consolidar una dominación cultural, ideológica, económica y militar sin precedentes sobre todo el territorio de Europa «occidental».
En otras palabras, América del Norte nunca fue concebida por sus fundadores como una tierra destinada a permanecer como una colonia europea, mientras que, en cambio, Europa se encuentra hoy, en muchos aspectos, colonizada mentalmente por los Estados Unidos, que utiliza sin ambages el concepto de Occidente para designar a todas las naciones vasallas del leadership estadounidense. Para comprender la magnitud de esta influencia, basta con revisar la reciente síntesis de Jérôme Fourquet, que muestra la profunda impregnación de las referencias y prácticas americanas en la cultura y los modos de vida europeos actuales, particularmente en Francia.
El segundo error, de naturaleza ideológica, cometido por los defensores europeos del concepto de Occidente, es aún más grave que la falta de perspectiva histórica: consiste en fingir no ver que la noción de «defensa de Occidente» se ha convertido hoy, bajo múltiples formas y a veces de manera sutil, en un avatar del universalismo. Esta postura conduce, en efecto, a reducir la complejidad y diversidad del mundo a unos pocos arquetipos universales, a partir de criterios simples y tangibles, como el color de la piel o la religión. Así, cada cristiano se vuelve igual a otro cristiano, cada musulmán a otro musulmán, cada blanco a otro blanco, cada negro a otro negro, sin ninguna forma de matiz. Esta concepción del mundo se refleja en parte en la teoría del «choque de civilizaciones», propuesta por Samuel Huntington como una herramienta para analizar los conflictos y desafíos contemporáneos. A pesar de un enfoque inicial interesante, basado en el análisis de las distinciones fundadas en la religión, el idioma, la historia y los modos de vida, esta teoría termina definiendo «civilizaciones» de manera caricaturesca y poco objetiva. Occidente se asimila globalmente al mundo blanco y cristiano (entendido aquí como católico o protestante) en la obra de Huntington, pero no incluye ni a Rusia ni a los Balcanes, bajo el pretexto de que son ortodoxos (a pesar de las afinidades teológicas y litúrgicas entre el catolicismo y la ortodoxia, mucho más sustanciales que las afinidades entre el catolicismo y la mayoría de las formas de protestantismo).
Si bien el enfoque de Huntington puede parecer sesgado al reducir en parte a los pueblos a «civilizaciones» que apenas existen dentro de los límites y términos seleccionados, su principal mérito reside en restablecer una visión multipolar del mundo, basada en la existencia de identidades culturales distintas y enraizadas en la larga duración. Por el contrario, el movimiento woke y sus prolongaciones «indigenistas» francesas llevan al absurdo la lógica «esencialista», sin preocuparse más por ninguna metodología científica, al definir el color de la piel como el único criterio para comprender las relaciones y los conflictos entre poblaciones a todas las escalas (el mundo, el país, la región, la ciudad, el barrio, la calle, etc.). La lucha de razas toma así el relevo de la lucha de clases como factor explicativo exclusivo de todo fenómeno social e histórico.
Esta simplificación dogmática conduce finalmente al núcleo de la cancel culture, que, como su nombre indica, pretende anular el papel de la matriz cultural en la definición de las identidades a favor de una apreciación a veces puramente biológica, a veces «deconstruccionista» e individualista de la naturaleza humana. Bajo el pretexto de la «inclusión», se trata de obligar a cada ser humano a renunciar a sus raíces, especialmente si son europeas, para someterse a las mismas exigencias «morales», válidas en todo momento y bajo el mismo cielo. Sin embargo, es precisamente la diversidad de los pueblos y las culturas lo que condiciona la riqueza y la belleza del mundo. Frente a cualquier forma de universalismo o asimilación universalizante, solo es concebible una posición diferencialista basada en el reconocimiento de la especificidad de cada cultura, ilustrada notablemente por Johann Gottfried von Herder o Claude Lévi-Strauss.
Por último, nuestra concepción de Europa es fundamentalmente distinta, en casi todos los aspectos, de la del Occidente liberal. Rechazando cualquier simplificación caricaturesca, nuestra visión se basa en un sistema de relaciones esencial para entender en profundidad la identidad de los pueblos: como recuerda Henri Levavasseur en su ensayo titulado L’identité, socle de la cité, somos portadores de un doble legado biológico y cultural que se manifiesta a través de una manera específica de percibir el mundo y de situarse en él, y que tiene la vocación de desarrollarse de manera soberana y bajo formas continuamente renovadas en el espacio geográfico europeo en el que está arraigado desde hace milenios. La identidad no es un legado estático, sino la afirmación de un potencial. El ethnos lleva consigo un ethos específico. Este punto de vista lleva naturalmente a una definición más precisa de la identidad europea que el simple recurso al concepto de Occidente, ya que no se limita a una categorización basada en el color de la piel: si bien los pueblos europeos son todos herederos de linajes étnicos leucodermos desde hace milenios, no todos los «blancos» son europeos, ni mucho menos (como confirman los recientes avances en los estudios genéticos).
En otras palabras: Europa está donde hay un europeo. Pero un europeo es un ser de cultura tanto como de naturaleza. No es solo un «blanco»: se realiza en un legado etnocultural que debe ser reconquistado en cada generación y, como Ulises, no puede vivir sin una forma de nostalgia activa hacia su patria originaria.
Además, los valores occidentales se han convertido, hoy en día, en aquellos que presidieron la fundación de los Estados Unidos, herederos del fundamentalismo protestante y del individualismo liberal combinado con un capitalismo desenfrenado y con lo que el filósofo Martin Heidegger denominaba la «metafísica de lo ilimitado». Europa, en cambio, se nutre de un legado mucho más antiguo y complejo, cuyas raíces se hunden en la larga memoria de la tradición indoeuropea, siendo el amanecer griego del pensamiento una de sus manifestaciones más brillantes. Sin rechazar todos los aportes de la modernidad, afirmamos que el renacer de Europa debe basarse en la reminiscencia y actualización de esa » larga memoria » propia del Viejo Continente, y no en la defensa de un Occidente que se ha convertido en el simple vehículo del liberalismo a escala global. Este Occidente, fruto de aporías ideológicas de origen europeo, constituye el síntoma de un mal del cual Europa debe deshacerse para volver a la fuente perdurable de su genio. «Lo que debe caer, no debe ser retenido; aún hay que empujarlo», escribía Friedrich Nietzsche, quien también llamaba, frente al nihilismo imperante, a un «retorno a los orígenes» y a la voluntad de poder de toda civilización.
En lo que respecta a la historia, partimos también del principio de que Europa, como conjunto de naciones y pueblos pertenecientes al mismo espacio geográfico y civilizacional, es perfectamente capaz de determinar lo que es justo y lo que no lo es, lo que le conviene y lo que no, quiénes son sus amigos y quiénes son sus enemigos. Europa sigue su propio camino y no desea en absoluto ver su independencia sometida, ni convertirse en el apéndice político de nadie. Constituye una realidad geopolítica autónoma. Su vocación no es perderse en un «vínculo transatlántico» sin fundamento geopolítico—ni tampoco en el espacio eurasiático—sino recuperar las vías de la potencia.
Sin embargo, un conflicto sangriento ha estallado nuevamente en suelo europeo. Esta «guerra civil» entre pueblos eslavos resulta en gran medida de una reacción rusa para contrarrestar las ambiciones estadounidenses de intrusión en lo que Moscú percibe como su zona de influencia tradicional. Esta guerra está devastando una antigua tierra eslava, sobre la cual se formó en el siglo IX el primer Estado ruso, cuando los varegos provenientes de Suecia arrebataron Kiev a los jázaros. Varios siglos antes, los godos, también provenientes de las riberas del Báltico, ya se habían asentado en las orillas del Bug y del Dniéper. Todos eran los lejanos herederos de aquellos jinetes indoeuropeos que se expandieron por la región hace más de cinco mil años, trayendo a Europa su lengua, su civilización y su visión del mundo. Debemos extraer de este conflicto, cualquiera que sea su desenlace, la lección que se impone: Europa no tiene vocación de dejarse desgarrar una vez más, como a mediados del siglo XX, entre dos campos que la ven como el escenario donde resolver sus disputas, como el espacio desarmado donde satisfacer sus ansias. Además, Europa solo tiene una manera de evitar el desastre: reconectar finalmente con su propio destino, heredado de una historia milenaria, y dominar su espacio geopolítico sin someterse a ninguna dominación exterior. Nuestra lucha no se basa en el rechazo de los componentes étnicos europeos de los pueblos americanos o rusos, con los que compartimos vínculos civilizacionales, sino en la afirmación del genio propio y los intereses de los pueblos europeos, que deben continuar soberanamente su existencia histórica en su tierra.
El Instituto Iliade ha sido fundado para contribuir al despertar de esta conciencia europea. Se propone cumplir su misión llevando a cabo una doble lucha: por un lado, contra el desarraigo y el borrado de la memoria que priva a Europa de sus defensas inmunológicas, en un momento en que flujos migratorios sin precedentes amenazan la misma permanencia de la identidad europea; por otro lado, contra el liberalismo libertario “occidental”, que provoca y busca amplificar este desarraigo presentándolo como un valor de la modernidad, en nombre de un supuesto “sentido de la historia”. Nos parece completamente innecesario jerarquizar estos dos combates que son inseparables. Consideramos, en cambio, que la causa debe ser claramente diferenciada de sus efectos, como una enfermedad de sus síntomas. Por lo tanto, continuaremos atacando las raíces de esta patología civilizacional, al tiempo que apoyamos todas las iniciativas destinadas a reducir y contrarrestar sus efectos más nocivos. Llamamos hoy a la emergencia de una nueva “revolución conservadora” a escala europea, para que los pueblos de Europa se reconecten con su destino y construyan un futuro acorde con su vocación.
Pôle Études del Institut Iliade
Diciembre 2022
Referencias
- Olivier Eichenlaub, Europe Puissance. Une géopolitique continentale face au monde, Paris, La Nouvelle Librairie, 2022, 96 p.
- Jérôme Fourquet, Jean-Laurent Cassely, La France sous nos yeux. Économie, paysages, nouveaux modes de vie, Paris, Seuil, 2021, 490 p.
- Johann Gottfried von Herder, Une autre philosophie de l’histoire, introduction et traduction par Max Rouché, Paris, Aubier-Montaigne, 1943, 369 p.
- Samuel Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New-York, Simon & Schuster, 1996, 368 p.
- Institut Iliade, Manifeste de l’Institut Iliade, Paris, La Nouvelle Librairie, 2021, 102 p.
- Iaroslav Lebedynsky, Les Indo-Européens – Faits, débats, solutions, Paris, Errance, 2014, 221 p.
- Henri Levavasseur, L’identité, socle de la Cité. Réconcilier ethnos et polis, Paris, La Nouvelle Librairie, 2021, 82 p.
- Claude Lévi-Strauss, Race et histoire, Paris, Gallimard, 2007, 162 p.
- Joseph Nye, Soft Power: The Means To Success In World Politics, New-York, Public Affairs, 204 p.
- David Reich, Comment nous sommes devenus ce que nous sommes – La nouvelle histoire de nos origines révélée par l’ADN ancien, Lausanne, Quanto, 2022 [2019], 454 p.
- Carl Schmitt, Terre et mer. Un point de vue sur l’histoire mondiale, Paris, Krisis – La Nouvelle Librairie, 1985 [2022], 234 p.
- Max Weber, L’éthique protestante et l’esprit du capitalisme, suivi d’autres essais, Paris, Gallimard, LXV + 531 p.
Notas
- [1] No hace falta decir que distinguimos inmediatamente a la Unión Europea, considerada como una forma de cooperación económica regional dominada por la ideología liberal, de Europa como civilización, base histórica y geopolítica para la afirmación de la identidad de los pueblos europeos. Esta distinción, aunque fundamental, desgraciadamente es objeto de confusión demasiado frecuente, en favor de una lectura miope, que no permite comprender verdaderamente las cuestiones europeas en su profundidad histórica y política.
- [2] Entendemos que los recientes descubrimientos en el campo de la paleogenética permiten análisis mucho más finos de lo que es posible recurrir a la noción de «tipo caucásico», utilizada en la clasificación racial legal de los Estados Unidos, donde el término se utiliza a menudo como sinónimo de «raza blanca” o “europea”. Esta clasificación administrativa parece ser una simplificación bastante burda, muy alejada de las conclusiones de la investigación científica contemporánea.