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Solsticio de Verano

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Una fiesta comunitaria

La fiesta del Solsticio de Verano, cuyos orígenes se remontan a tiempos inmemoriales, es una de las celebraciones más compartidas en toda la zona indoeuropea, desde Irlanda en el oeste, Rusia en el este y Escandinavia en el norte, hasta Grecia y España en el sur.

Al igual que hace decenas de miles de años, hombres, mujeres y niños de toda Europa se reúnen por la noche, dispuestos en círculo alrededor del fuego para coincidir con el orden circular del zodíaco. Es en este pasado inmemorial donde arraiga el sentimiento de estar ligado a una comunidad de destino, a una comunidad orgullosa de su pertenencia étnica y territorial. Pierre Vial, histórico activista y político identitario francés, recuerda que toda fiesta es una comunión porque es la expresión de una comunidad. «Es por tanto religiosa [1], en el sentido primario de la palabra, porque “religa” de dos maneras complementarias y entrecruzadas. “Religa” a los miembros de la comunidad entre sí -lo que puede expresarse mediante un símbolo gráfico, a saber, una línea horizontal- y también “religa” a cada miembro de la comunidad con las fuerzas celestiales y subterráneas -lo que puede expresarse mediante otro símbolo gráfico, a saber, una línea vertical-. Cuando las líneas vertical y horizontal se encuentran y se superponen, el resultado es una cruz con cuatro brazos de igual longitud (conocida como «cruz griega») […] Al inscribir esta cruz griega en el símbolo de la totalidad y la unicidad del mundo, es decir, el círculo, obtenemos la cruz o rueda solar […]».

El aspecto solar de esta fiesta

El solsticio de verano es el triunfo de la luz y el calor tras los meses de espera. El poder del Sol se celebra con alegría. En el solsticio de invierno, en la noche más larga del año, la gente realiza una larga vigilia en la que, manteniendo encendida la llama en el hogar familiar, muestra su confianza en el regreso del Sol, su confianza en la continuidad de la vida. Y el Sol no esquiva sus esperanzas: vuelve a salir por el cielo invernal antes de subir cada vez más alto por el cielo primaveral, día tras día, hasta la llegada del verano y con él, la noche más corta del año.

Fiesta central de la Religión Cósmica, el solsticio de verano marca el momento en que el Sol alcanza su punto más alto, triunfando sobre la oscuridad de la noche y proclamando la soberanía de la luz. Los dioses considerados como los más bellos y puros por los hombres siempre han sido asociados al Sol, ejemplo de ello son Apolo entre los helenos, Belenos entre los celtas o Balder entre los germanos.

La naturaleza solar del solsticio de verano nunca ha sido alterada, ni siquiera por el cristianismo, el cual lo transformó en la famosa fiesta de San Juan. Los escritos medievales relatan tres elementos como característicos de la fiesta del solsticio de verano: las hogueras, las procesiones con antorchas a través de los campos y el rito de hacer rodar una rueda en llamas, en imitación del curso solar, que tras alcanzar su punto más alto en la eclíptica procedía a descender. Estas celebraciones, profundamente enraizadas en el mundo rural y que hasta hace apenas un siglo iluminaban los campos, bosques y montañas de Europa, no han logrado sobrevivir la implacable urbanización del Siglo XX.

El Sol y el matrimonio sagrado en la mitología nórdica

Para los antiguos pueblos nórdicos y para muchas culturas europeas, el Sol no era simplemente una fuente de luz y calor, sino la manifestación celeste de un principio divino que residía en el interior de cada ser. En las tradiciones del norte de Europa, este astro era considerado un fuego uraniano, una fuerza viva que influía tanto en el destino del cosmos como en el de los hombres. En verano, el sol alcanza su punto culminante en el cielo y, con él, se intensifica su simbolismo: no es solo un disco brillante, sino una bola de fuego, expresión tangible de la energía primordial que todo lo origina.

Según la cosmogonía escandinava, antes de que el mundo existiera, solo había dos regiones: el frío Niflheim y el ardiente Muspellheim. Fue del encuentro entre estos dos extremos que nació la creación. Los Aesir [2], los principales dioses del panteón nórdico, liderados por Odín, tomaron chispas del fuego eterno de Muspellheim y con ellas encendieron las estrellas en el firmamento, estableciendo así el orden cósmico. Este acto no solo dio estructura al universo, sino que fijó el principio del fuego como chispa originaria, tanto física como espiritual.

En los mitos del fin de los tiempos, el Ragnarök, esa chispa vuelve como fuego devastador. Surt, el señor de Muspellheim, aparece con una espada de fuego más brillante que el propio sol, enfrentándose a los dioses en una batalla final. Freyr, dios de la primavera y de la fertilidad, muere a manos de Surt por haber entregado su espada divina a cambio del amor de la giganta Gerd, símbolo de la materia y la densidad del mundo físico. Este sacrificio, bello en apariencia, encierra una advertencia: quien renuncia a su fuerza interior por el confort, el deseo o el hedonismo, pierde también su capacidad de resistencia y de trascendencia. La espada que Freyr pierde es más que un arma; representa el potencial heroico, la voluntad, el ardor viril que sostiene la civilización.

En contraste, Surt encarna el fuego arquetípico, tanto destructor como regenerador. Su paso anuncia el final de un ciclo y el nacimiento de otro. Cuando el Ragnarök concluya y el mundo viejo haya ardido, surgirá un nuevo tiempo, y con él un mundo renovado, Gimlé —el “Refugio del Fuego”—, donde solo los fieles, los puros de espíritu, habitarán en paz eterna.

Este mito nórdico se entrelaza con antiguos ritos y símbolos del solsticio de verano en toda Europa. En este momento del año, cuando el sol se alza más alto en el cielo, se celebraba un antiguo rito conocido como el «matrimonio sagrado»: la unión simbólica del cielo con la tierra. Esta unión garantizaba la fertilidad de los campos, la renovación de la vida y el equilibrio del cosmos. En numerosos templos y lugares sagrados de Europa, Newgrange en Irlanda, Stonehenge en Inglaterra, Externstein en Alemania, Gavrinis en Bretaña, los primeros rayos del sol en el solsticio penetran por estrechas aberturas talladas con precisión milenaria, iluminando puntos concretos en el interior de los templos. Este rayo solar que atraviesa el umbral representa el momento de la fecundación cósmica: el cielo penetra la tierra, y la tierra da vida.

La imagen del rayo fecundador reaparece en numerosos cuentos de hadas. La torre sin puertas ni escaleras, en medio del bosque, donde una princesa duerme un sueño profundo, es un motivo recurrente. En La Bella Durmiente, Rapunzel, Petrosinella y muchos otros relatos, la joven está encerrada en un lugar inaccesible, protegido por obstáculos mágicos o naturales, y es un rayo, una presencia solar, o un héroe que encarna ese poder, quien la despierta. En Perceforest, la única ventana de la torre apunta al Este, y se menciona expresamente la confianza del padre en el dios del Sol. En estos relatos, el rayo no es solo luz: es fuego fecundante, principio masculino, que despierta el alma (femenina) dormida. La unión da lugar a una descendencia significativa: niños llamados Sol, Luna, Amanecer o Día. Incluso en un cuento siciliano, «La hija del Sol», la princesa queda encinta por la simple caída de un rayo solar.

Esta narrativa simboliza la antigua creencia de que el sol fecunda la tierra, y que de esa unión nace la vida. En el fondo, se trata de una transposición mítica del mismo principio que vemos en el mito nórdico: el fuego celestial desciende al mundo y engendra vida, pero también destruye lo caduco para permitir el renacimiento. En Roma, el fuego de Vesta —encendido en el centro del hogar— simbolizaba la semilla ardiente del esposo, el principio fecundador del universo.

El ciclo solar es también un ciclo de muerte y renacimiento. El dios que muere al alcanzar el punto culminante del año no desaparece: su muerte es un retroceso, una pausa antes del nuevo inicio. Al morir, engendra a su sucesor; al extinguirse su llama, prende otra nueva. El fuego que se enciende en el solsticio de verano no es solo un rito alegre y comunitario: es la representación simbólica de una muerte y una renovación necesarias. A través del fuego y la luz, el mundo se regenera.

Estas celebraciones nos recuerdan que los antiguos no jugaban con el fuego: lo veneraban. Lo reconocían como un poder divino, principio masculino por excelencia, capaz de fecundar, destruir y volver a encender el ciclo de la vida. El culto al Sol no ha desaparecido del todo: se ha escondido bajo símbolos, cuentos y fiestas, esperando a ser redescubierto. Porque mientras el sol siga recorriendo el cielo, el mundo seguirá ardiendo de vida.

El sentido de esta fiesta

En estos tiempos exiguos y desencantados, donde reina un vacío que corroe el alma, estamos llamados a obrar, a pesar de la incertidumbre, por el amanecer de una nueva aurora solar que quizá no lleguemos a contemplar. Pero eso no nos exime del deber de alzarnos, con firmeza y fe, por encima de esta época crepuscular. Debemos responder a la llamada de una esperanza profunda, de una fe aún sin rostro, cuyo advenimiento preparamos con cada gesto de lucidez, con cada acto de fidelidad interior.

Esa certeza no nace del mundo exterior, sino que brota desde lo más profundo de nuestro ser, donde germina la semilla de lo sagrado. Porque, aunque lo divino se manifiesta en la Naturaleza y en los símbolos que nos rodean, su verdadera morada está en el corazón del hombre despierto.

Hemos redescubierto la fuente oculta de nuestra herencia boreal. Estamos volviendo a conectar con un conocimiento antiguo, casi olvidado, que se transmite más como fuego que como palabra. No aspiramos a “convertirnos” en algo nuevo, sino a recordar lo que siempre fuimos: hijos del Norte, guardianes de una sabiduría que ha atravesado los siglos bajo la forma del silencio y del símbolo. Y llegará el día, tras esta larga noche del alma, en que esa Gran Sabiduría emerja de nuevo, y lo hará no como novedad, sino como retorno.

Celebrar el solsticio de verano es, por tanto, más que una festividad, un acto de fidelidad y de voluntad. Es lanzarse, con cuerpo y espíritu, a una búsqueda solar que es al mismo tiempo una promesa interior y una reconexión con el orden cósmico. Es asumir un estado de conciencia, una forma de estar en el mundo.

Sí, la luz auténtica viene del Norte. No es el fuego extenuante y destructivo de los meridiones, donde tantas civilizaciones brillantes terminaron arrasadas o degeneradas por la propia violencia de su esplendor. La verdadera luz es la claridad serena y contenida del Septentrión, donde el día se alarga sin agotarse, donde la noche es apenas un susurro. Allí, en la fusión lenta del crepúsculo con la aurora, en el oro pálido del sol de medianoche, se revela la promesa del Eterno Retorno: el ciclo sagrado de vida, muerte y renacimiento.

Sabemos que el sol volverá. Ese es el orden inviolable de las cosas. Y en el Norte, ese sol nunca se ha extinguido del todo: permanece rozando el horizonte, fundiendo el día y la noche en una comunión atemporal, donde se disuelven las fronteras del tiempo y del espacio. Allí, en ese umbral entre mundos, se encuentra el eco de nuestra patria olvidada, nuestras islas del tesoro.

El punto de vista del astrónomo Camille Flammarion [3]

Durante este periodo, «el Sol alcanza el punto más alto de su curso aparente, su mayor declinación septentrional, su solsticio. […] En el Cabo Norte, el astro no se pone, sino que sólo toca el horizonte a medianoche, y las hogueras de San Juan celebran la antigua fiesta del Sol». Estas hogueras del solsticio de verano han continuado, pese a cristianizarse, el antiguo culto al sol en todos los rincones de Europa.

Los celtas, «los galo-romanos […], los discípulos de Mitra […], ya celebraban el culto al Sol prendiendo fuego a su imagen y semejanza. El culto al Sol es tan antiguo como la humanidad misma. La civilización moderna, […] con sus convenciones y mentiras, nos aleja cada vez más de la simplicidad de la Naturaleza. […] En el fondo, en todos los cultos lo que veneramos es la Naturaleza, siendo su fuerza rectora lo que buscamos. En realidad, nunca ha existido, ni existirá, otro culto más allá de este. Fue el primero y será el último.

La astronomía ha guiado desde siempre la orientación de nuestros templos e iglesias, permaneciendo el antiguo culto al Sol velado bajo los símbolos cristianos de nuestras ceremonias religiosas. ¿Es acaso una coincidencia que el nacimiento de Cristo se celebre con el solsticio de invierno? ¿No es una casualidad que las hogueras de San Juan ardan precisamente durante el solsticio de verano? […]

La Astronomía y el Sol han inscrito con carácteres imborrables su influencia en la historia de la humanidad. En todas partes, entre los distintos pueblos y a lo largo de los siglos, podemos encontrar todavía vestigios, un eco lejano de la primera oración de los hombres al Astro deslumbrante, de cuyos rayos depende toda nuestra existencia.

Al reunirnos hoy […], al venir a celebrar aquí la fiesta del solsticio de verano, nos ha parecido que restablecemos una cadena de comunicación con los antiguos recuerdos de la historia y que […] se nos permite volver a sacar a la luz una idea que llevaba mucho tiempo sepultada bajo el velo de las religiones. ¿Acaso no es la fecha del solsticio de verano la más hermosa de todo el año? ¿No es precisamente hoy cuando el Astro de la vida se detiene para invitarnos a rendirle la justicia que se le debe? […]

En definitiva, sí, debemos revivir esta celebración, porque nuestros Ancestros, aun sin comprender del todo el poder real de este Astro, supieron intuir su profunda significación y le rindieron el honor que merecía.»

El simbolismo [4]

¿Por qué encender un fuego o una hoguera en el día más caluroso, cuando ya no necesitamos calentar nuestras casas, y por qué se celebra esta fiesta a partir de la llama?

La explicación es que las hogueras de San Juan apelan a la naturaleza purificadora del fuego que todo lo consume; y del que, gracias a sus cenizas fecundantes, renace la vida. El rito de la muerte y la resurrección es la base de esta fiesta tradicional, conocida por las grandes civilizaciones y desde los tiempos más remotos.

Para su celebración debe alzarse una pira hecha de ramas, maleza y paja, en cuyo centro se erige un poste. Este poste ha de ser el tronco recto y verde de un árbol, despojado de sus ramas principales pero con la copa aún poblada de pequeñas ramificaciones. De ellas se colgará una corona que evoque la rueda solar.

Pero ¿qué simboliza este árbol erguido? Nos remite al Árbol de la Vida, al Pilar Cósmico, al Eje del Mundo que conecta los diversos niveles celestiales. Es el puente hacia el cielo, elvínculo con lo divino. Levantarlo es expresar el anhelo de reconectar con las fuerzas del Cosmos.

Este Árbol de la Vida, eje primordial, última forma vegetal en ser consumida por el fuego sagrado, se convierte en promesa de regeneración: del tiempo, del mundo y de la propia existencia.

 

Mensaje del autor

Espero que encendáis la llama del Sol Invicto el 21 de junio en tierra hispánica. ¡Que el fuego venido de los cuatro horizontes de nuestro mundo ilumine con una sola llama este solsticio! ¡Que se eleve en llama pura el fuego sagrado que reposa en vosotros!

 


[1] El origen etimológico de Religión se encuentra en el verbo latín “religare”, volver a unir o atar fuertemente.

[2] Los Aesir son uno de los clanes principales de dioses en la mitología nórdica, representan las fuerzas del orden, la guerra, el poder, la realeza y la civilización. Los Aesir habitan en Asgard, uno de los Nueve Mundos, y entre sus miembros más destacados se encuentran Odín (dios de la sabiduría, la guerra y la muerte), Thor (dios del trueno y protector de la humanidad), Týr (dios del valor y la justicia) y Balder (dios de la luz y la belleza), entre otros.

[3] Camille Flammarion (1842–1925) fue un astrónomo y divulgador científico francés, autor de numerosas obras y fundador de la Sociedad Astronómica de Francia. Es especialmente reconocido por haber popularizado la astronomía y otros temas científicos a través de sus libros y revistas, haciendo accesible el conocimiento científico al gran público.

[4] Durante la marcha silenciosa hacia la hoguera, cada participante llevará el fuego, la antorcha en la mano, tomando así conciencia de que emerge de las tinieblas y poco a poco se eleva hacia la luz. Al llegar, la columna dará tres vueltas alrededor de la hoguera en sentido contrario a las agujas del reloj. De este modo, la marcha del tiempo profano, del espacio material, se invertirá para establecer un espacio sagrado en un tiempo consagrado. Luego, la columna se detendrá formando un círculo. Cuatro portadores de antorchas designados se colocarán entonces en los cuatro puntos cardinales.

Los solsticios son verdaderamente lo que se puede llamar los polos del año; y estos polos del mundo temporal se sustituyen a los polos del mundo espacial. El eje vertical que une ambos polos es evidentemente un eje norte-sur; en el paso del simbolismo polar al simbolismo solar, este eje deberá proyectarse sobre el plano zodiacal. En el ciclo anual, los solsticios de invierno y verano son los dos puntos que corresponden respectivamente al norte y al sur en el orden espacial, así como los equinoccios de primavera y otoño corresponden al este y al oeste. El eje vertical «solsticial» se opone al eje horizontal «equinoccial». El ciclo del tiempo es, por tanto, polar, solar y dextrogiro.

 

Texto redactado por un miembro del Institut Iliade